lunes, 23 de agosto de 2010

Vino la primavera y a mediados de abril abrimos las ventanas y el sol inundó nuestra silenciosa habitación, pero ni sus rayos de luz pudieron atravesar el espeso velo de mis ojos ni desvanecer la ceguera de mi alma. ¡Velo fatal y terrible ceguera! ¿Cómo cayeron por fin las cataratas de mis ojos, para que yo viese de repente y comprendiese? ¿Fue por casualidad, había llegado la hora o penetró un rayo de sol por el resquicio de algún pensamiento, de alguna conjetura; fue una cuerda que de pronto vibró, un sentimiento dormido en el fondo de mi ser, que súbitamente se despertó, alumbrando las tinieblas de mi alma con una mezcla diabólica de luz y orgullo. Fue como si una fuerza enorme me hubiese arrancado del sitio. Tan bruscamente se realizó el cambio. Sucedió una tarde, a las cinco, antes de comer . . .

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